La Casa Blanca calculó que en el 2022 la política de “máxima presión” a Cuba daría sus frutos y las protestas se llevarían todo por delante. La máquina de guerra de la Florida quedaría tan contenta que quizás los demócratas tendrían una segunda oportunidad en las elecciones de medio término y Joseph Biden terminaría cumpliendo el sueño frustrado de 13 presidentes.
Pero los cálculos fallaron. El caos se ha producido, sí, en la frontera sur de Estados Unidos y en el Estrecho de la Florida. En vez de lanzarse a la calle y dar cuenta de una colectiva pulsión de muerte, 250 mil cubanos bien educados y provistos de recursos salieron pacíficamente de la Isla para cumplir sus sueños en otro lugar que no sea una castigada isla del Caribe. “Esto no es ciencia espacial: si arruinas un país a 90 millas de tu frontera con sanciones, la gente vendrá a tu frontera en busca de oportunidades económicas”, comentó a propósito del tema Ben Rhodes, asesor adjunto de Seguridad Nacional de Barack Obama, en declaraciones a The New York Times.
Cuantificar lo que significa esta ola es complejo, pero sí se sabe que está enriqueciendo a los coyotes y dinamitando la política migratoria estadounidense. La mayoría viaja por aire, el grupo más grande a Nicaragua, y luego por tierra a través de Centroamérica y México. Según The Wall Street Journal, sólo el pasaje aéreo a Nicaragua ha costado a los migrantes cubanos y sus familiares unos 800 millones de dólares, mientras los pagos a los traficantes de personas que los guían en el peligroso viaje hasta la frontera generan mil millones de dólares adicionales. Los coyotes, a plena luz del día y sin dejar de robar, organizar secuestros y violar en el momento oportuno, hacen su agosto con total impunidad.
El aumento de migrantes ha llevado a la Administración Biden a reabrir el consulado estadounidense en La Habana -cerrado desde 2017 por falsos “ataques sónicos” a los diplomáticos estadounidenses- y a retomar los acuerdos migratorios entre los dos países, que Trump anuló unilateralmente.
Pero a diferencia de las políticas que aplica para los países centroamericanos, Washington no ha movido un dedo para reducir en el ámbito migratorio lo que los expertos en estos temas llaman “factores de expulsión / atracción” (“push-pull factors”, en inglés), es decir la fuerza centrífuga de la depresión económica por el cerco de una potencia extranjera, que estimula el flujo de migrantes, y la fuerte atracción que suponen los privilegios que desde hace más de medio siglo reciben los cubanos que llegan de manera irregular al territorio estadounidense. Para ellos las medidas de control son relajadas y pueden convertirse en residentes permanentes al año y un día de su llegada a Estados Unidos, mientras que mexicanos, centroamericanos y otros nacionales son sistemáticamente reprimidos en la frontera, sometidos a la devolución express y, si logran pasar, viven bajo el terror de la deportación.
La incertidumbre por el futuro y el temor a la pobreza se presentan como factores psicológicos del éxodo, pero los analistas coinciden en que existe otra gran diferencia entre los cubanos y el resto de los latinoamericanos que pujan por entrar a Estados Unidos. Visten bien, poseen teléfonos de alta gama y tienen solvencia económica, porque previamente han acumulado dinero, han vendido sus propiedades en la Isla o cuentan con familiares que pueden pagar la costosa travesía. Con este mercado floreciente, ha aparecido una red que involucra a aerolíneas, operadores de vuelos chárter y agentes de viaje que manejan los hilos desde centros comerciales en la Florida hasta aeropuertos en América Central y el Caribe. The Wall Street Journal ha documentado el mecanismo de relojería que hace funcionar esta estructura, con un precio promedio de 10 mil dólares por cada individuo que sigue la ruta.
Para hacer de este un éxodo más singular, no ha faltado quien culpe al gobierno cubano de utilizar la migración para forzar un cambio en la política de Estados Unidos hacia la isla. “Esa acusación es un absurdo, porque estamos perdiendo capital humano, estamos perdiendo jóvenes, estamos perdiendo familiares, personas que podrían estar con nosotros, junto a nosotros, trabajando por el bienestar de sus familias y de su país”, reaccionó Johana Tablada, subdirectora general de Estados Unidos de la Cancillería.
La palabra que resume la historia de la migración cubana en EEUU ha sido y sigue siendo “privilegio”, pero tiene un alto precio pronunciarla en voz alta, incluso ahora que la Casa Blanca parece tener conciencia de lo que le cuesta la riada. La académica Susan Eckstein, de la Universidad de Boston, presentó su más reciente libro, Cuban Privilege: The Making of Immigrant Inequality in America (Privilegio cubano: La creación de la desigualdad migratoria en Estados Unidos), donde demuestra que las leyes especiales para los refugiados cubanos “no expiran ni evolucionan”, porque Washington, en el proceso de privilegiarlos para castigar al país caribeño, “los transformó de agentes de la política exterior de la Guerra Fría de EEUU en una fuerza políticamente poderosa que influye en el gobierno nacional”.
Afirmar la verdad en Miami le costó a la multipremiada investigadora el escarnio, la amenaza y el linchamiento mediático. La llamaron públicamente “bruja” y si la herejía de presentar un libro no llegó a más, fue porque en los nuevos juicios de Salem ya no se puede quemar a la gente en la hoguera. Pero hay otras llamas.
Tomado de Cubaperiodistas