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La salud, los bomberos y el fuego

Dos bomberos: un matrimonio o novios, dos; él la trae, la pone en la camilla, la besa, se despide y me dice que la cuide. Le pido que se acueste: “¡Que te acuestes te dije, coño!”. Que no, que esto no es nada, que voy otra vez, que eso está feo, que ahí hay hermanos míos.

Mi mirada se va a otro sitio y él se pierde, dejándola a ella segura con nosotros. Regresa al infierno que arde y hace arder a la ciudad. No hay alma más noble que la de un voluntario, un rescatista, un bombero. Son los mejores pacientes, con disciplina incluso para sufrir, para aguantar el dolor –del clorosodio que hace lavado de arrastre, de la compresa que cura–.

Él no responde. Lleva una mascarilla oscura que se ha impregnado a su piel. Su tórax no se expande y nos centramos en él; el tiempo se detiene en él, en tratar de estabilizarlo, de llegar a la vía aérea, de reanimarlo, de trasladarlo al lugar donde estará seguro.

Allí están dos médicos que no atenderán a otros. Son, desde ese momento, quienes velarán por su vida durante las primeras horas. Lo saben todo, han buscado cada información, han cortado sus ropas, lavado sus heridas, calculado la dosis de cada medicamento que lo mantiene vivo… ¡Vivo coño! Han venido todos.

Uno ha caminado desde la Playa hasta el kilómetro, ha llegado sudado y se ha puesto los guantes como si hubiera aterrizado en una nave espacial: “Está donde tiene que estar”.

Corren, gritan una orden, clasifican, canalizan venas, trasladan pacientes, pinchan venas para análisis, sudan, se les aguan los ojos, suspiran; también sufren, se recomponen, se hacen héroes, salvan vidas.

Una hora y todos están clasificados, diagnosticados y tratados: “The golden hour” o la hora dorada pa‘l que no sabe inglés. Una hora que ha pasado como si fueran diez; reclasificamos, se curan los leves y se devuelve a las familias, que cruzan pasillos desesperadas.

La familia, el momento que temo, que casi todos tememos. ¿Cómo se hace para no empatizar con ellos? La trampa está en visitarlos, en querer saber cómo era su vida antes de esto.

Cuando sabes empiezas a sufrir de verdad y, aunque quieres acompañarlos, necesitas apartarte a veces, porque una vez que te metes, cada mala noticia te da esa cosita en el estómago que no es más que la sensación de angustia e impotencia.

Solidaridad: Todos llegan, lo mismo en un carro diplomático, una motorina, un camión, una rastra, una bicicleta o una volanta de caballos. Uno dijo que venía con una donación modesta y le aclaro que no existe cosa como esa, que venir y acompañarnos es una inyección de energía, nos convence del amor, la generosidad y el humanismo de nuestra gente.

Esperanza: Amanece y Sauron ha dejado de mirarnos. El humo blanco llena la ciudad, las buenas noticias corren; hoy se apaga o se apaga. Hay una sonrisa que no se va, quizás es nerviosa, quizás es la forma de sobrevivir, un mecanismo de defensa, pero es efectiva para quien te mira buscando una razón que deje la tristeza a un lado.

El mal chiste, la cachada de un cigarro, la gastritis, el sospechoso buen apetito, la gente buena que no se va, que no abandona, el mensajito de amor o de satería, las visitas, las reuniones, la llamadita de la nené, el berro a la madre porque no me mandó las medias o la bata que me gusta, las nubes negras sobre las palmas, el abrazo y el “te amo mamá”, la visita del coco mío y el besito.

Todo, mezclado, una bomba intensa de tantos sentimientos: el insomnio, las pesadillas recurrentes… No hay coherencia en lo que escribo, no puedo serlo aunque quiera, aunque me aplique. Estaré así unos días, o unas semanas o para siempre; igual, ¿qué importa? 99 vidas, 99 familias, me aferro a ese número.

Sangro por los 14 desaparecidos; ella y él vinieron a buscarlo, dijeron que podía estar aquí. No está aquí. Y mientras lo dices, sientes que no vas a poder seguir mirando esos ojos verdes llorosos, o trasladar la mirada hacia el “teníamos la esperanza de encontrarlo aquí”.

Sientes en ese momento, que quieres morir, desaparecer, buscar a alguien que les diga, pero te toca a ti. ¿Quién te manda a ser médico, Taymí, y encima directora? No está aquí, y lo siento, esos son los 14; y les dices que estás ahí, para ayudarlos, pero te sientes inútil y ridícula.

¿Qué pregunta es esa? No puedes hacer nada más que acompañar, sentir y, cuando el dolor se sienta muy fuerte, tener la valentía de resistir y no llorar. Y ya.

(Tomado de las redes de Taymí Martínez Naranjo)

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