Hasta finales de febrero de 2022 se podrá visitar la exposición personal de Santiago Rodríguez Olazábal titulada La fuerza del tiempo. La Galería Acacia, sita en San Martín 114, entre Industria y Consulado, a solo unos pasos del Capitolio y el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso, promociona hace más de tres décadas las artes plásticas y visuales, las tradicionales y las emergentes, de los más destacados creadores cubanos.
En esta oportunidad, continúa exhibiendo la institución la apuesta africanista de un pintor, nacido en 1955, que ha realizado innumerables exposiciones tanto en Cuba como en el extranjero y que ha sido galardonado con no pocos reconocimientos, entre los cuales vale destacar el Premio Internacional Placa de Plata por la Cuarta Bienal de Arte (Ankara, Turquía).
Las obras exhibidas al público datan del período comprendido entre 1983 y 2012, y por lo general se basan en conceptos e ideas de origen yoruba. Con obras como Obatalá-Oduduwa (1983) y Ananagú (1983), Santiago Rodríguez Olazábal consigue relatarnos varios pasajes mitológicos nativos y otros de la oralidad caribeña, que llegan hasta nuestros días apenas con constancias escritas. Los casos mencionados anteriormente hacen alusión a deidades del panteón yoruba y su imbricación con el contexto sociocultural cubano.
La vida después de la muerte, el cielo, las nubes, el fondo verde y lo común tras lo divino (porque la muerte a todos nos toca) son explotados en el primer cuadro en función del carácter que imprime dos “manos de plátanos” dentro de mares independientes bajo lluvia interminable.
Allí reside la genialidad del cuadro (pintado sobre cartón), en el que la vida -representada por el cultivo tropical- y la muerte -por los cadáveres alineados dibujados a exactitud, para remarcar la noción de que todos somos iguales frente a ese proceso natural- se desdibujan en un patakí asociado con la propia génesis del planeta y en el cual intervienen como protagonistas Obatalá y Oduduwa, desde su posición de divinidades y como matrimonio, sexual o no, concertado en la mente del yoruba, pero también del cubano.
Tocaría también el autor este tema ese mismo año en La muerte es siempre…, cuadro de tempera sobre cartón exhibido también en la Galería Acacia.
Ananagú, en cambio, más discreta que la obra artística antes descrita, refleja valores universales asociados del orisha –menos conocido que los precedentes- como el afecto, la maternidad y el amor. En uno de los cuadrantes inferiores el autor remarca la comunicación entre los seres humanos –representada por el oráculo de Ifá- y la divinidad susodicha.
Es notable también cómo el autor en dos cuadros (Shangó Obá so, 1983, y Shangó se ahorcó, 1992) hace referencia al mismo pasaje de “Yorubalandia”, en el cual, aun cuando se niega el hecho en los mismos patakíes –modernos y no tan modernos-, Rodríguez Olazábal alude a la realidad histórica del cuarto Alafín de Oyó, quien al séptimo año de su mandato ajustó su cuello a la soga, pendida de un árbol de Teca africana, como dictaba la tradición de entonces para los reyes de aquel imperio.
Sin embargo, ni el material ni la técnica empleados coinciden, y mucho menos la composición de los colores ni el tratamiento del hecho. El primer cuadro persigue la colectividad más allá del propio ahorcamiento, adosado de símbolos propios de la divinidad (como el odu Okana Meyi, de la tradición de Ifá, por el cual Shangó “desciende” a la tierra; y la figura de un hombre a caballo que porta un hacha bipene, correspondiente al imaginario del forastero hecho monarca por profecía oracular).
Ya el segundo es más austero, guarda mayor relación a la simbiosis entre la vida y la muerte, y –a juicio del escribidor- retrata mejor al “Shangó humano”, alejado de toda noción divina y en contraposición con la obra precedente, a pesar de que el autor juega con ceros y cruces, que pueden interpretarse en suelo cubano como señas más cercanas a las tradiciones bantúes que a la yoruba.
El hombre sobre su espacio vital (76×101 cm), pintura de 1985 que emplea la técnica crayón de papel, fue la elegida para esbozar los tiros de la apuesta en exhibición. Y es que precisamente Rodríguez Olazábal recurre constantemente a la interpretación litúrgica de sus piezas, esta vez desde una concepción inclinada a la filosofía, relacionando el elemento arcoíris con la propia concepción del ser humano, tan diverso y contrastante.
Perro tiene 4 patas, de 1989, a tono con otras de un origen más sociocultural que religioso, sirve como comprobación del punto anterior, en tanto mezcla la tradición criolla con un refrán reconocido dentro del contexto cubano, que alude al destino manifiesto de cada quien. El perro de este pintor ciertamente coge por un solo camino, en tanto acierta en la correlación de elementos de la cultura popular dentro del ámbito religioso.
A pesar de que el autor ha explorado más allá de toda duda el universo de la religión de matriz africano Osha-Ifá, quizás para la completa decodificación de su obra haga falta más que un simple bosquejo por las artes visuales contemporáneas de la Mayor de las Antillas.
Hace falta dominar conocimientos que por lo general se adquieren luego de años de estudios, amén de la casi imprescindible incursión personal en estas creencias. Pues para comprender lo que Rodríguez Olazábal retrata con maestría y estética la minuciosa búsqueda de referentes religiosos se vuelve muy necesaria, contenidos que por demás no tienen la suficiente visibilidad desde la academia o no están al alcance público en algunos casos.
De todas formas, el espectador podrá encontrar sugerente su obra y podrá adentrarse en un universo de la realidad cubana apenas abordado con la seriedad (incluso investigativa, si se quiere) que imprime el autor de origen habanero –guanabacoense de pura cepa-, con el debido acompañamiento de un guía o curador de arte para la visita. Dado que para entender un conjunto reciente en el tiempo y tan complejo como La hija de Aganá Okún, nos quedaríamos a medias si nos faltara el criterio especializado.
Pudiera parecer que el autor, en época más reciente, rechaza continuar con las temáticas asociadas a lo afro-yoruba para refugiarse en temas más modernos, relacionados con lo universal, con cuadros como Uno que se va, La Fuerza, El Talismán y Tinieblas, ambos pintados hace una década. Pero son solo falsas asociaciones ante la existencia de otros como Permanecer en la Tierra, Ori Merin, Babá y El bosque sagrado, contemporáneos con los anteriores; lo cual demuestra la versatilidad de tal pintor cubano.
En particular, el último resalta tanto por la técnica aplicada como por su significación: el hombre divinizado por trazos pintados en carboncillo y acompañado por el elemento esotérico de tres carapachos de jicotea, que bien pudieran representar las cuatro fases de la luna, astro de indudable impronta sociocultural para las culturas afro subsaharianas y afro descendientes.
Es así como La fuerza del tiempo constituye una propuesta de construcción de realidades e imaginarios en donde el hombre, y no lo divino, es el centro de mira. En palabras del autor, la exposición pudiera considerarse “un recuento de lo aprendido hasta hoy y todo lo que aún le queda por aprender”./Por Carlos Caparrós, periodista de Cubavisión Internacional.