Estás aquí
Inicio » Destacadas

¿Por qué fuimos a la guerra?

Por: César Gómez Chacón.

¿Qué estoy haciendo aquí?/Amando a este país como a mí mismo/No, que va/ No hay heroísmo/ Vine a darle un beso al mundo y nada más… (Canción del Grupo Buena Fe, 2019).

Minutos antes de salir para Angola, en marzo de 1988, besé la frente de mi hijo dormido en su cunita de recién nacido. Era solo una simple despedida, como si fuese a regresar del “trabajo” al otro día.

Pocos días después, en la oscuridad de la selva africana, a decenas de kilómetros de nuestras primeras líneas, en plena madrugada, congelado por dentro y por fuera, en un terreno infectado de minas, convencido de que en cualquier momento podía desatarse el infierno, yo también me pregunté: ¿Qué carajo hago aquí?.

Treinta y siete años han pasado y la respuesta a aquella pregunta sigue como una nebulosa de sensaciones encontradas.

Ver y sentir por primera vez, a solo unos metros de distancia, las columnas de humo blanco levantadas por la artillería enemiga, y aquel soldado diciéndome casi al oído: “es la guerra, periodista”, fue una emoción similar a los impactos mismos de los proyectiles sudafricanos, que hacían temblar la tierra en aquel rincón de Cuito Cuanavale.

Reconozco que durante mis días en el frente, joven y medio aventurero, tendido sobre el piso en un refugio de arena que poco podía protegerte del impacto al azar de uno de aquellos bombardeos diarios, nunca tuve sentido del peligro.

Tampoco durante los incontables vuelos en aviones y helicópteros sobre llanuras y bosques, desde donde cualquiera podía dispararte un misil antiaéreo; ni otra madrugada en un trasbordador blindado sobre el río Cuito, a merced de sus corrientes circulares y los yacarés al asecho; o a bordo de un camión cisterna rojo durante 200 kilómetros de caravana por caminos muchas veces minados y emboscados.

Ciertamente, aún hoy no logro percibir claramente la frontera que divide y une las dos caras definitivas de la guerra: la vida y la muerte.

El día de mi llegada a Angola, el joven soldado cubano que fue a buscarnos al aeropuerto, en medio de su disertación filosófica para recién llegados, y con la sonrisa de quien parece resignado a un destino que no busca, pero no elude, me dijo claramente: “periodista, aquí lo mismo te mata una bomba que un mosquito”.

Lo del mosquito no era exageración. El llamado paludismo cerebral, que se trasmite por una simple picada del insecto, podía ser el fin. La contienda en África tenía el inconveniente adicional de una naturaleza agresiva al cubano de nuestros días. Allí son comunes muchas de esas enfermedades que fueron erradicadas en las primeras décadas de la Revolución, o que nunca existieron en Cuba; también están las fieras del bosque y las serpientes “tres pasos”, los últimos que das antes de caer mortalmente fulminado.

Lo de la bomba, léase también mina, metralla, morterazo, cohete, esquirla, granada, balazo…, era como el pan duro (nuestro) de cada día, lo mismo en la 25 brigada de las FAPLA, la más cercana al enemigo, que en la más céntrica calle de Luanda. La biblioteca donde estuve sentado, en busca de datos sobre la historia de Cuito Cuanavale, daba con sus puertas a una de las avenidas más importantes de la capital angolana, llena de transeúntes y autos en las dos direcciones. Menos de una semana después de mi visita, voló en pedazos a consecuencia de un atentado terrorista.

Un cañonazo perdido, de aquellos lanzados al viento por los sudafricanos, como una ruleta rusa, mató a un explorador nuestro, la misma primera noche de mi estancia en el puesto de mando avanzado de Cuito. Me contaron que lo recogieron en pedazos diseminados por los árboles. Esa misma tarde, una BTR cayó en una mina, quedó ruedas arriba. Entre las improvisadas cortinas del puesto médico de campaña, donde una doctora con grados de teniente y rostro de virgen atendía a un oficial angolano herido, alcancé a ver el cuerpo inerte de un soldado cubano, piel clara y pelo ondulado, como una escultura griega. No tenía un solo rasguño: lo mató la onda expansiva.

Esa era la peor parte, el punto inevitable de la guerra, el golpe duro, el que duele, el que daña. La memoria de los caídos hiere para siempre el recuerdo de los vivos.

La muerte, ciertamente, estaba allí por todos lados. La guerra deja pocas opciones a sus protagonistas: matas o te matan. He ahí la fórmula más simple que conoce el soldado del frente. Pero la guerra es también el accidente, casi siempre fatal, porque en la paz uno no anda todos los días con una bala en el directo, ni caminando sobre un puente minado, o aterrizando en pistas derruidas que son constantemente bombardeadas.

Sin embargo, durante todo el tiempo que estuve entre los héroes de Cuito Cuanavale no percibí jamás el temor ajeno por la muerte. Su constante referencia, en la mayoría de las conversaciones en Angola, entre risas y bromas, o a veces como quien cuenta películas de horror y misterio, era como una advertencia cotidiana, que siempre interpreté como un grito colectivo de alerta por la vida.

La vida era el mejor regalo que uno podía llevarle a la familia en Cuba. Eso lo sabían todos, aunque todos se empeñaran en ir haciendo espacio en las mochilas de campaña, a las mínimas cosas que podían ir consiguiendo, una piedra bonita, un collar de semillas…los regalos para la madre, la esposa, la novia, los hijos. Nadie pensó nunca en no regresar.

Tony y yo habíamos estudiado juntos en la misma aula los cinco años de la carrera en la URSS. Nos encontramos aquella tarde en la Misión Militar cubana en Luanda. Hablamos de todo. Recuerdo que él andaba preocupado por arreglar sus espejuelos, que, de tanto ir y venir por el frente, habían perdido una pata y se les había roto un cristal. Daba risa cuando se los ponía para escribir en su agenda de periodista aquellas notas que dieron lugar a los mejores reportajes de su vida. Dicen que esas gafas fueron de las pocas cosas que se pudieron rescatar después del accidente aéreo que le costó la vida.

No olvido las caras de mi familia cuando dije que me iría a Angola. En primer lugar el rostro de mi padre, una mezcla de orgullo y preocupación. Qué podía reprocharme el viejo, si era sabido que durante uno de aquellos momentos de las primeras movilizaciones se apareció como voluntario al Comité Militar y cuando le preguntaron “profesión”, respondió sin titubear: “obrero agrícola”. Era a la sazón director de una importante empresa ganadera, de esas que durante años abastecían a La Habana con un millón de litros de leche diarios. Obviamente, no lo dejaron enrolarse.

¿Por qué nos fuimos a la guerra? No por recompensa alguna ni porque nos suponíamos más valientes que otros. Fuimos porque creíamos de corazón –porque fuimos educados– en el verdadero internacionalismo, ese que preconizó Martí con aquello de “Patria es Humanidad” y confirmó Fidel al parafrasearlo y señalar que se trataba de “saldar nuestra propia deuda con la Humanidad”. Fuimos y estuvimos hasta el final también por cumplir con El Comandante en Jefe de la Revolución cubana.

Durante aquellas semanas en Angola la omnipresencia de Fidel se movía entre el mito y la realidad. Saberlo cerca, al tanto de todo, era la principal garantía del triunfo, y del regreso victorioso a Cuba.

En aquella caravana entre Menongue y Cuito, en un lugar perdido en la carretera, encontramos un pelotón de cubanos, unos quince muchachos, todos muy jóvenes. La mayoría llevaba más de diez meses en Angola, separados del mundo. Ninguno recordaba la última vez que se tendió en una cómoda cama de sábanas blancas, o que tomó agua fría en un vaso de cristal. No obstante, afirmaban a coro: “Tenga por seguro que no hay quién se atreva a atacar la caravana, al menos por estos lugares. Periodista: dígale a nuestro pueblo y al Comandante en Jefe, que aquí estaremos hasta que se nos ordene”.

Nelson, uno de los choferes que desafió miles de kilómetros como caravanero, cuando parecía que no llegaríamos aquel día a tiempo a Cuito, me dijo muy serio: “Tenemos que llegar hoy. Es una orden del Comandante en Jefe.”

Era sabido que Fidel seguía la guerra desde su puesto de mando en La Habana y desde allí tomaba las principales decisiones. Para ayudarlo, durante el último período de la contienda, fue enviado un grupo de camarógrafos, quienes tenían la tarea de llevarle las imágenes gráficas del frente. Dicen que Fidel conocía Cuito y sus alrededores como la palma de su mano.

El teniente coronel Fermín Sosa Berrero, asesor principal de la 25 Brigada de Infantería de las FAPLA, la que rechazó el último intento por tomar el poblado, el 23 de marzo de 1988, recibió unos días antes la “orden de Fidel” de cruzar en secreto el río y poner su tropa en aquel lugar estratégico, el más cercano al enemigo. Extraigo textualmente un fragmento de la entrevista que me concedió:

“La misión era en extremo difícil. Hubo que redoblar el control, reforzarlo todo y hacerlo de manera tal como si no fuera a suceder nada. Además, era una orden de… nosotros hacemos un gesto así, que es correr la mano por la barbilla, lo cual equivale a decir que es una orden de Fidel y tiene que ser cumplida. «Oye, mira, esto lo ordenó…» (se pasaba la mano por la barbilla) y la gente entiende, no hay que explicar más.”

El 27 de febrero en Cuito se recibió un cable de Cuba. El jefe del Estado Mayor del Puesto de Mando Principal envió a Sosa su contendido: “Aquí te va una nota estimulante. Alejandro está contento con la operación que se hizo el día 25, de ocupar las nuevas posiciones de forma organizada, bajo la influencia del enemigo y combatiendo. Mandó a decir que todos están contentos con esto, que fue una idea de él”. Como sabemos, Alejandro fue siempre, desde la Sierra, el nombre de guerra de Fidel.

Como nuestros propios combatientes, los corresponsales de guerra cubanos en Angola, en Etiopía, como antes en Girón y en otras partes de Cuba y del mundo, estuvimos allí donde más falta hacía, para recoger las imágenes, los sonidos, la memoria viva y directa, de cada uno de aquellos momentos históricos, sin saber que uno mismo era parte de aquella historia.

Treinta y siete años después, en memoria de mis compañeros caídos, reafirmo convencido que si algo sobró en Angola, en medio del heroísmo, del sacrificio y hasta de la muerte misma, fue el deseo de amar, de soñar, y –aunque muchos no lo lograron– el imprescindible deseo de vivir.

Foto: cortesía del autor

//kbm

Un pensamiento en “¿Por qué fuimos a la guerra?

Responder a Liliana Casar Cancelar la respuesta