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Trump en su segunda temporada: algunas cuestiones centrales

Por: Hassan Pérez Casabona

Tras asumir la presidencia de Estados Unidos, en enero de 2021, Joe Biden prometió que el país sería “un socio fuerte y confiable para la paz, el progreso y la seguridad”. Sin embargo, durante su mandato se multiplicaron los focos de tensión y la política exterior estuvo marcada por numerosos conflictos armados en distintos puntos del planeta.

El legado del presidente Biden, en este aspecto, no difiere del de la mayoría de sus predecesores en cuanto a la propensión a la amenaza del uso de la fuerza, y el fomento de acciones bélicas en diferentes latitudes. Su desempeño confirma, más allá de cierto mito que asocia a los gobernantes demócratas como promotores de la paz, que esta agrupación partidista utiliza con intensidad instrumentos punitivos y, de manera particular el despliegue del vasto entramado que se asocia con el denominado Complejo Militar Industrial, al cual se refirió el presidente Eisenhower en su discurso de despedida, el 17 de enero de 1961.

No olvidemos, solo para citar un ejemplo reciente, el accionar en este campo durante la doble administración del presidente Barack Obama, de la cual Biden fungió como vicepresidente, en todo lo relacionado con el fomento de la llamada “Primavera árabe”, la guerra en Libia y Siria y el auspicio del golpe de Estado en Honduras, en junio del 2009, poco después de la Cumbre de las Américas en Puerto España, donde habló de otra mirada hacia la región.

Un estudio reciente de la prestigiosa Universidad de Brown, fundada en 1764, revela que desde el 11 de septiembre del 2001, Estados Unidos ha estado involucrado en guerras en las cuales han muerto casi cinco millones de seres humanos y han sido desplazas alrededor de 38 millones de personas.

Biden colocó nuevamente sobre el tapete que EE.UU, no abandonará el desarrollo de guerras, considerando esta esfera como el último reducto de su poderío imperial. Ucrania y el genocidio del gobierno israelí contra el pueblo palestino, han contado con financiamiento multimillonario del congreso estadounidense y de la administración en general.

El derrocamiento del presidente Basahd Al Assad en Siria, en jornadas recientes, es otro ejemplo del apoyo material y financiero que, durante los últimos 15 años le brindó Estados Unidos a diversos grupos terroristas.

Se sabe que la situación de la economía es la cuestión electoral por excelencia en EE.UU. Trump en sus mítines de campaña presentaba al país como una economía al borde de la depresión. Sin embargo, expertos consideran que  el nuevo inquilino de la Casa Blanca hereda una economía que crece con fuerza, en la que la tasa de paro está cerca de sus mínimos históricos, y la inflación bajo control, donde los principales problemas serían  el abultado déficit público y la creciente deuda.

El campo económico es objeto de disputa, y manipulación, con especial fuerza en la época contemporánea. Todos los candidatos, desconociendo la crisis estructural por la que atraviesa el modo de producción capitalista desde hace varios decenios, intentan erigirse como hacedores de tiempos de bonanza y prosperidad.

Ello está muy lejos de la realidad de la inmensa mayoría de la población en ese país. Incluso, en un análisis más detallado, se pueden apreciar las enormes diferencias, abismos en no pocas ocasiones, entre los diversos grupos sociales, los Estados y a lo interno de las ciudades, a partir del nivel de acceso al empleo y otras cuestiones.

Desde la década del 70 del siglo anterior, cuando Nixon quebró la paridad del dólar con el oro, como uno de los pilares de la arquitectura financiera que emanó tras la Segunda Guerra Mundial, el verdadero poderío económico de los Estados Unidos ha radicado en sus imprentas, con la posibilidad ilimitada de imprimir cuantos billetes necesiten, sin respaldo productivo. Es una anomalía que ellos le critican al resto de las naciones y que, en la práctica sustenta el funcionamiento de un sistema económico con múltiples falencias.

A escala macroeconómica hay indicadores que reflejan cierta estabilidad, con niveles de desempleo en el entorno del 4, 1 por ciento. Esto no quiere decir que esas cifras sean exactas en cada Estado, o si se analizan a lo interno de los diferentes sectores. La deuda pública, por su parte, asciende al 118 por ciento del PIB de dicha nación. Ello viene a ratificar las debilidades y el agotamiento de dicho modo de producción.

En otro orden de cosas, muchos consideran que Trump iniciará su segundo mandato con un poder casi ilimitado. Con independencia de los frenos y contrapesos del sistema, que no pueden desconocerse, lo cierto es que Trump acudirá a su inauguración, y se proyectará de esa manera desde el primer día,  bajo los efectos de un espíritu de envalentonamiento inusitado. Su victoria inobjetable en el Colegio Electoral y en el voto popular, la mayoría republicana en ambas ´cámaras congresionales y el predominio de jueces conservadores en todos los ámbitos del sistema federal, incluyendo la Corte Suprema, le insuflan un halo de grandeza con tintes imperiales.

Es una de las mayores preocupaciones para no pocas de las mentes más lúcidas, en la esfera de la jurisprudencia y otros ámbitos en aquel país, acerca de hasta dónde puede sentirse en un clima de impunidad para llevar adelante sus determinaciones.

Esa euforia ha impedido, sin embargo, examinar en detalles los resultados de la contienda en las urnas. Es cierto que Trump ganó el voto popular, algo que no hizo antes, vale la pena reiterarlo, pero solo alcanzó el 49 por ciento. Esto significa la primera vez desde el 2004, descontando su propia victoria en el Colegio Electoral en el 2016 (en la cual Hillary Clinton lo aventajó en casi tres millones de sufragios) donde el presidente no supera el 50 por ciento del voto popular.

En relación al Colegio Electoral, sus 312 votos son superiores a los que obtuvo ochos años atrás, pero nada comparable con lo logrado por Obama, tanto en el 2008 como en el 2012, e incomparable con la victoria de Ronald Reagan en su reelección en 1984, la mayor de la historia, cuando obtuvo 525 votos, arrollando al candidato demócrata Walter Mondale, quien solo ganó en su estado natal, Minnesota, y en el Distrito de Columbia.

A ello debemos añadirle que se ha rodeado de un gabinete que no se distingue por la sapiencia y experticia en sus áreas sino por la confluencia ideológica con su programa, despejando cualquier posibilidad de tener divergencias en el marco profesional.

Ese panorama, que se presenta atemorizante para quiénes se oponen a Trump, pondrá a prueba, quizás como nunca en la etapa moderna, la capacidad del Partido Demócrata para elaborar un programa diferente, que se centre en el trabajo con sus bases electorales, el cual impida al Grand Old Party desmontar los resquicios que permanecen de las políticas sociales a las que se arribó tras años de lucha en los más variados estamentos de esa sociedad.

Otro asunto que despierta enorme polémica es el relacionado con la migración. Según las últimas valoraciones del Departamento de Seguridad Nacional, en Estados Unidos existen más de 11  millones de indocumentados. Tal como ha sucedido en numerosas elecciones una de las mayores preocupaciones de los votantes fue el control migratorio en la frontera de ese país con México. Tras su contundente victoria electoral, Trump confirmó su intención de declarar una emergencia nacional, y desatar un plan de deportación masiva de inmigrantes indocumentados. ¿Será esto posible? Vale la pena algunas consideraciones al respecto.

Estados Unidos es un país de inmigrantes. Esa temática permea, de una u otra manera, la historia de ese país. Las élites, por su parte, han tenido a lo largo del tiempo, en líneas generales,  una mirada negativa hacia los que proceden de otras latitudes. Esa actitud refleja además posturas discriminatorias hacia aquellos que consideran diferentes, y que no encarnan los valores identitarios de quienes detentan el poder.

La conexión entre la política exterior, y la política migratoria, es un fenómeno de larga data en la historia estadounidense, si bien adquiriese mayor visibilidad, por ejemplo, en el contexto de la Guerra Fría, con la  Ley de Personas Desplazadas, de 1948, o la Ley McCarran-Walter, de 1952.  Asimismo, hay que tener en cuenta que entre ambas políticas existen una serie de condicionantes, en diversos ámbitos, que contribuyen a explicar los nexos que se establecen entre estos aspectos.

En realidad, desde el dominio británico, en la etapa colonial, hubo políticas específicas con relación a permitir a quienes consideraban aptos para ello, y limitar la llegada de los que catalogaban como “indeseables”. La religión era una cuestión decisiva, pues se impedía el arribo de los católicos. Cada colonia fijaba la manera de proceder. Benjamin Franklin, y otras figuras prominentes de los llamados “Padres Fundadores”  llegaron a considerar, fundamentalmente en Pensilvania, que una irrupción masiva de alemanes pondría en riesgo el inglés como lengua de comunicación.

En 1790, en este sentido, se aprobó  la Ley de Naturalización. Entre 1840 y 1860, más de 4 millones de personas (más que toda la población en 1790) entraron al país, la mayoría procedentes de Irlanda y Alemania.

Uno de los ejemplos de mayor alcance, desde la óptica segregacionista, fue la promulgación de la Ley de Exclusión China, en 1882.

Esa legislación, bajo la presidencia de Chester Arthur, marcó el inicio de una larga etapa donde predominaron las políticas migratorias restrictivas. Esta Ley fue derogada en 1943, lo cual evidencia que estuvo en vigor durante 61 años, con enormes costos para la población procedente de esa nación asiática.

El sistema productivo estadounidense, hay que reiterarlo, no puede prescindir de la mano de obra que proveen los inmigrantes, fundamentalmente en una serie de áreas en las cuales los ciudadanos de aquel país declinaron participar.

Las deportaciones masivas tampoco son patrimonio exclusivo de los republicanos. Bastaría volver a Obama, quien llegó a tres millones y fue bautizado como el “Deportador en Jefe”. Biden, por su parte, fracasó (era una de la tareas que se le asignó a Kamala Harris) en diseñar y poner en práctica un programa integral hacia el denominado Triángulo Norte, y Centroamérica en general, tomando en consideración atacar las causas centrales que dan pie a la inmigración. En esa dirección el expresidente Andrés Manuel López Obrador, primero, y  la actual mandataria mexicana Claudia Sheinbaum, remarcaron la necesidad de abordar esta problemática en toda su complejidad. Algo similar a lo planteado por Cuba, a la cual han tratado de asfixiar con especial saña en los últimos años, privándonos del acceso a remesas y toda fuente de recursos.

Este es un tema que seguirá estando en la palestra pública y generando proposiciones encontradas. No sería de extrañar que, más allá de acciones concretas, aquí también exista un largo trecho entre la narrativa electoral y lo que sucede en realidad una vez su asume el gobierno.

Este asunto nos lleva directamente a otro de gran trascendencia: América Latina y el Caribe ante un nuevo mandato de Trump. ¿Qué políticas podría esperar la región? Durante su mandato anterior, tuvo una relación de altibajos con América Latina, con fuertes medidas hacia Venezuela y Cuba, recortes de ayuda a Centroamérica y momentos tensos con México. Y en el ámbito económico se avizora una agenda nacionalista que podría afectar a nuestros países. Habría que tomar en cuenta además un elemento esencial: la presencia económica de China y Rusia.

Debemos esperar un tono beligerante con marcada influencia hacia países como Cuba, Venezuela y Nicaragua. No puede soslayarse que designara a Marco Rubio al frente del Departamento de Estado (y a Mauricio Claver Carone como responsable de esta región) el cual sea, probablemente,  la figura al frente de la política exterior de ese país, durante decenios, con una posición más guerrista, y que reduzca a  niveles muy bajos el dialogo y los canales diplomáticos para la resolución de conflictos.

La correlación de fuerzas de este lado no es exacta a la de su primer mandato. Hay múltiples asuntos sobre los que no existe consenso, incluso dentro de los llamados gobiernos progresistas. La postura de Brasil y Colombia hacia la temática electoral en Venezuela es uno de ellos. Por otro lado países como Argentina, donde ya alrededor del 60 por ciento de la población se encuentra en condiciones de pobreza bajo el mandato de Milei, funcionan como aliados de los Estados Unidos. .

De igual manera la emergencia del mundo multipolar (la reciente Cumbre de los BRICS con la incorporación de 12 países en calidad de socios, entre ellos Cuba) es un hecho irreversible, si bien no está exento de contradicciones y elementos que frenan un despliegue con mayor celeridad. El Proyecto de la Ruta de la Seda igualmente no puede ser detenido por EE. UU.

El puerto, de Chancay en Perú, a ochenta kilómetros de Lima,  inaugurado por el presidente Xi Jinping, con una inversión de más de 3500 millones de dólares es un demostración del avance de relaciones económicas profundas con otros actores diferentes a Washington.

En el caso de México, afortunadamente obtuvo una victoria categórica Claudia Sheinbaum en las elecciones del 2 de junio, se ha dejado claro que este gobierno trabajará en aras de crear el segundo piso de la denominada 4rta Transformación que impulsó AMLO.

La táctica oficial de Trump,  para resolver el conflicto ruso-ucraniano aún no ha sido definida por completo. Y por otra parte, hay señales contradictorias de cómo se enfrentará a la grave situación en Medio Oriente. ¿Realmente es posible que la postura del nuevo mandatario en este sentido tienda a la paz?

Trump repitió, hasta el cansancio, que con solo levantar el teléfono pondría fin a la guerra en Ucrania y los ataques en Palestina; donde el gobierno sionista de Israel ha cometido crímenes horrendos desde finales de la década del 40 del siglo anterior, y que en el último año ha intensificado, al punto de convertirse en una acto de genocidio inenarrable.

Aún acostumbrados a su megalomanía parecen expresiones exageradas. La complejidad de ambos conflictos demandará esfuerzos y acciones concretas más allá de la alharaca discursiva.

Hay también, a lo interno de los EE. UU., múltiples intereses en juego para quienes se benefician de la guerra como fuente de ganancias.

Con independencia de que se encuentre una solución negociada Trump no va a prescindir de la amenaza, y el chantaje, como piedra angular de su proyección exterior, De igual manera del uso de sanciones, e instrumentos punitivos, en el afán de doblegar a quienes no se pliegan a sus disposiciones.

//nbb

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