De la universalidad de José Martí nadie tiene la menor duda. Su encumbrada figura trasciende las fronteras nacionales y es motivo de respeto y admiración en todas partes.
También, para los cubanos, el Apóstol suele tener dimensiones extraordinarias, que lo anclan en el imaginario colectivo, con esa magnitud sobrehumana que suele acompañar a los héroes.
Sin embargo, es urgente la tenencia de un Martí más personal, más cercano y propio. Gracias a su incansable labor en todos los ámbitos, resulta perfectamente posible encontrar asideros y puntos de contacto entre él y todo aquel que sienta la premura de ser martiano, comprendiendo que nunca será posible una colectividad mayoritariamente erudita y capaz de adentrarse minuciosamente en todos los ámbitos en los que el Maestro incursionó, misión reservada a los estudiosos e investigadores de su obra.
Pero sentir la cercanía de Martí es hoy imprescindible a la hora de preservarnos como nación independiente y como ciudadanos de bien.
Su impronta nos dota del escudo perfecto contra los dardos del odio, las mentiras, los egoísmos, la desidia y la desesperanza. Ante los síntomas de cansancio, y ante las grietas en el muro del optimismo, se debe acudir con toda premura a su compañía, y recordarlo después del terrible fracaso de la Fernandina, cuando ya no había ni fondos ni tiempo para otra empresa de ese tipo, pero le sobró dignidad para no rendirse.
Es impostergable, para todos los que nos sumamos al empeño de resistir y salir adelante, que identifiquemos a nuestro propio Martí y lo hagamos el compañero fiel en la trinchera, en la que cada uno tiene la misión de combatir.
Los que blanden las armas de la cultura, en un campo de batallas de ideas y símbolos, han de tenerlo en primera fila, pues al decir de Marinello: «Fue el único de los libertadores de su época que tuvo un sentido nuevo, avanzado, actual, de los problemas culturales de toda América», una visión tan necesaria hoy, cuando las amnesias identitarias penden sobre las cabezas de muchos.
Para los que defienden la equidad y pujan contra cualquier atisbo de discriminaciones hirientes, hay también un Martí, supremo y contundente, afirmando que: «la justicia, la igualdad del mérito, y el trato respetuoso, es la Revolución», y en su compañía se tendrá toda la fuerza moral necesaria para derribar cualquier obstáculo en esa dirección.
Los que labran, siembran y dejan el sudor como abono fecundo sobre el surco, buscarán el lado laborioso y la sapiencia martiana que los ayude a comprender cabalmente la misión estratégica que desempeñan; en tanto aquellos que ahondan en la investigación y son conscientes de la necesidad del conocimiento científico para un país que apuesta por la inteligencia colectiva como su mayor recurso, les resultará imprescindible ese cubano de todos los tiempos, quien confesó «que la enseñanza científica vaya, como la savia en los árboles, de la raíz al tope de la educación pública. Que la enseñanza elemental sea ya elementalmente científica».
Tal vez algunos sean más diestros y otros demoren un poco más para encontrar a su propio Martí, pero nadie puede dejar de intentarlo y nadie puede sentir que no lo necesita. Lo importante es tenerlo, confidente y próximo, para cuando se levante una calumnia o se revivan las intenciones de anexarnos, como tierra o como alma, podamos juntarnos con él y espantar los demonios.
Lo impostergable es no perder la oportunidad de hacer alianza, con su capacidad de poner a Cuba por sobre todas las cosas y sentir vergüenza si alguna vez nos mira con rostro ceñudo, al vernos desfallecer ante dificultades que nunca alcanzarán la magnitud de los escollos que él superó.
Martí nos espera, nos abre los brazos y se pone a nuestra disposición. Parafraseando a Cintio Vitier, tenemos que encontrarlo con métodos martianos, para que salte de bustos y monumentos y sea más que la ofrenda y el concurso. Es el hermano fraterno y el combatiente infatigable, está listo para los niños que tanto amó y para este pueblo por el que tanto ha hecho y hará.
(Tomado de Granma)