Foto: JIT
Por Abdiel Bermúdez
Dicen que las zapatillas colocadas por un luchador en el centro del colchón, son un símbolo de despedida. Hoy un cubano de ébano se quitó las suyas y las dejó en el centro del círculo de un metro de diámetro: había ganado su último combate.
O más bien la guerra toda, porque esta ha sido una guerra infinita, una seguidilla de sucesos, privaciones, escaramuzas, emociones, y sobre todo, de sacrificios, durante demasiado tiempo, la mitad de una vida.
Nadie -salvo sus más cercanos afectos- puede aquilatar el esfuerzo de un hombre que a sus 41 años tiene el privilegio de ser el único ser humano en la historia olímpica capaz de vencer en un mismo evento en 5 ediciones consecutivas. Nadie más lo ha hecho, y no sé si alguien más lo hará.
Para lograrlo, tienen que ponerse en fila unos cuantos astros en el firmamento de las asperezas cotidianas: pleno apoyo familiar, solidez psicológica, un mar de sueños movilizadores, un entrenamiento diseñado por estrategas con la meticulosidad con que se concibe una vacuna, un equipo médico dedicado y un talento personal capaz de sortear, en función de la meta, escollos tan grandes como el paso implacable del tiempo, el fantasma perpetuo de posibles lesiones y la lógica desmotivación que sobreviene en períodos turbulentos…
No hubo para Mijaín un momento tan triste como la partida de Bartolo. Para su padre fue el primer pensamiento cuando llegó el pitazo final que selló la victoria 6-0. Levantó los brazos hacia lo alto, y uno no lo sabe, pero se adivina: «Papi, cumplí». La madre Leonor, en Herradura, lo sabe también, y llora como lloró Cuba hoy. Hablo por mí también, que se me aguaron los ojos cuando vi a Mijaín y a Trujillo rodar una vez más por el colchón, y luego a Milián alzado en brazos, y al doctor envuelto en un abrazo de agradecimiento. Era el epílogo de un momento único en la historia del deporte mundial, con sello cubano.
Para llegar hasta aquí, Mijaín pasó por encima de las dudas de unos cuantos incrédulos, de varios pronósticos desacertados, y también de un sudcoreano, un iraní, un azerí y, finalmente, de otro cubano con la bandera chilena en el pecho. Un cubano que fue compañero de equipo y que un día se marchó a encontrar su lugar en otro sitio, porque en Cuba estaba Mijaín en los 130 kilos, y eso era demasiado.
Siendo honesto, no creo que Yasmani Acosta haya dado todo de sí hoy. No podía, y lo entiendo; primero, por el peso insondable de la leyenda frente a él, y luego -y sobre todo- por respeto.
Hoy había RESPETO, así, en mayúsculas, sobre el colchón parisino, y un ORGULLO enorme, del tamaño de Mijaín, me hizo aplaudir con fuerza al Gigante pinareño, que en medio de un rosario de vicisitudes y carencias, cuando parecía que las malas noticias no tendrían freno, nos ha regalado a los cubanos la alegría que necesitábamos. Una esperanza. Gracias otra vez por eso, Mijaín.