Por: Adianez Salles
De las madres heredamos mucho, heredamos incluso aquello que no viene en los genes, que no se puede explicar científicamente. Esas fueron las primeras palabras de Hilda Rosa Pérez Hernández al comenzar esta entrevista, una mujer de 77 años que ha pasado su vida frente a una máquina de coser, porque más que rasgos físicos, heredó de su madre el amor por la costura.
Desde niña veía coser a su mamá, que a mano hacía guayaberas para su padre. «Y entonces yo, con un candil, la alumbraba para que cosiera en la noche. Sus costuras parecían de fábrica, me daban deseos de hacerlas a mí», cuenta Hilda.
Antes del triunfo de la Revolución en su casa no pudieron comprar una máquina de coser, ese era el sueño de su madre, pero había once hermanos que alimentar.
«Después del 59 llegamos a La Habana. En el portal de la casa todos iban a ver a mi mamá coser a mano. Uno de los vecinos le regaló su primera máquina y aquello fue todo un acontecimiento».
Así empezó Hilda su camino entre costuras, de forma empírica, observando a su madre coser frente al que se convirtió en el regalo más importante que le han hecho a su familia, un presente que definió su destino.
«Afortunadamente, no solo aprendí de doña Pura, mi madre, sino que en el año 1963 me convocaron a pasar un curso de costura en el Taller San Ambrosio para realizar los uniformes de los milicianos».
A pesar de su juventud, Hilda fue una de las seleccionadas para especializarse en la creación de guayaberas. «Y desde entonces, mi vida son los hilos y las agujas. Ver terminada una pieza, incluso hoy, tantos años después, constituye una de mis mayores satisfacciones».
Tras el nacimiento de su primer hijo, Hilda comenzó a trabajar en una fábrica de lámparas. «Allí desarrollé también mis habilidades en la costura, hacíamos las pantallas de estas, que parecían obras de arte. Y en ese oficio estuve hasta el año 1990, pues debido al Período Especial, el taller cerró sus puertas».
Con el nuevo milenio, el salto definitivo
Tras un tiempo alejada de las máquinas de coser, el año 2000 marcó para ella no solo el momento de su jubilación, sino también el de un nuevo comienzo. «Tenía que retomar mi pasión».
«Me presenté ante una comisión de evaluadores de la Asociación Cubana de Artesanos y Artistas, y aprobé. Recuerdo que hice una guayabera en lienzo».
Así se convirtió Hilda en artesana y comenzó su propio emprendimiento. «Desde entonces también llegaron las ferias, los eventos, en las cuales comercializo guayaberas, vestidos, blusas, pantalones».
«Eso sí, no hay dos piezas iguales», afirma Hilda. «Cada producto es diferente, es resultado de mi imaginación. Lo pienso, lo dibujo en la mente y lo creo. Pueden tener rasgos similares, pero siempre habrá algo que los haga especiales».
«Yo no hago diseños en papel, no tengo esa capacidad. Sin embargo, creo que a veces me ayuda a crear más, pues como no tengo la muestra, mi reto es hacerlo distinto».
Precisamente, eso distingue el trabajo de Hilda Rosa, quien incluso con retazos de tela es capaz de construir una obra única, a la cual incorpora detalles a mano.
«En ocasiones, siento que los foráneos valoran más la ropa hecha a mano que los cubanos. Aquí muchas veces las personas prefieren los artículos industrializados. Creo que es una de las cosas que aún me dejan insatisfecha», explica.
«Me gustaría que mis coterráneos usaran más mis piezas, aunque no te voy a negar que también me hace ilusión saber que en varios rincones del mundo está una parte de mí, de mi trabajo y mi historia».
El mayor regalo
Más de veinte años lleva Hilda siendo «su propia jefa», y a lo largo de estas décadas ha trabajado con un grupo reducido de costureras, algunas formadas por ella misma.
«Me gusta enseñar lo que sé, que las personas aprendan este oficio tan bello que tantas alegrías me ha dado. Lo hago solo con el interés de que desarrollen el mismo amor por la costura que siento yo».
Para Hilda, lo más reconfortante de su trabajo es cuando alguien dice que le gusta una pieza suya. «El momento en que veo a una persona feliz por vestir una prenda que yo hice con mis manos es la alegría más grande, porque constituye la muestra de que el esfuerzo mereció la pena. Eso vale más que la ganancia monetaria; es, de hecho, mi mejor regalo».
En tiempos actuales, donde como dice Hilda Rosa «el consumismo nos consume», el oficio de la costura peligra, pero no desaparecerá, asegura. Y es que, «no hay nada como vestir una pieza hecha con las manos de alguien, con amor, constancia y esfuerzo».
En cada artículo está presente el sello de quien lo elaboró, la pasión que le puso, el talento, dice Hilda. «Por eso, elegí desarrollar este oficio, por eso sigo cosiendo cincuenta años después, y mientras tenga salud, lo seguiré haciendo».