Por: César Gómez Chacón
Durante años, mientras Cuba abría sus puertas al turismo internacional, allá por los finales de los noventa del pasado siglo, fueron apareciendo uno tras otros los álbumes que en todos los idiomas invitaban a visitar el archipiélago caribeño y su maravillosa capital.
Cliché tras cliché, política sin “política”, todos aquellos folletos parecían editados por la misma persona. La consabida foto a todo color: la negra arrugada, sin dientes y vestida de blanco, con un cabo de tabaco en la boca pintorreteada de rojo, se acomoda en el marco azul y desvencijado de una ventana sobre una pared amarilla en La Habana Vieja.
Otra foto: en una calle donde nunca se posa el sol, junto a los baches llenos de agua del penúltimo aguacero, un destartalado Chevrolet del 55 deja asomar, detrás su parabrisas roto, la menuda figura de un niñito flaco y sin camisa, que finge una improvisada sonrisa ante el requerimiento del fotógrafo extranjero.
Una tercera instantánea: la mulatica de ojos maliciosos enseña el hombro desnudo tras las sábanas blancas colgadas en los balcones, y sonríe con diente de oro junto a un letrero casi borrado que invita a tomar Coca Cola, de una de aquellas viejas botellas de las que ya no existen…
Sin embargo, de la misma ciudad, y por esos mismos años hasta hoy, se hicieron millones de fotos que nunca salieron a recorrer el mundo del oropel. Joven de pelo largo él, y ella rapada al cero, son detenidos por algún lente amateur, en el instante mismo cuando cruzan corriendo, con sus libros bajo el brazo, la amplia avenida 26. Van ataviados con jeans de última moda, y el rostro de un Che Guevara sonriente parece saltar de la camiseta, empujado por los senos puntiagudos de la bella mulata.
Tampoco parece existir esta otra instantánea tomada a la entrada del túnel de la bahía. De fondo la ecléctica embajada española y otros dos nuevos hoteles en la avenida del Prado. Desde arriba se ven los modernos autos de marcas coreanas, japonesas, chinas y europeas, que aportan, junto a los viejos cacharros americanos –muchos de ellos totalmente rejuvenecidos- y a los fieles y sempiternos autos rusos, los más vivos colores a la mañana, bajo “un cielo tan azul como mi cielo.”
Una tercera foto de esta misma semana pudiera ser, en primer plano, el modernísimo hotel Gran Muthu, a orillas del Atlántico, en un Miramar moderno, que renace sobre la pandemia y el bloqueo estadounidense, tal y como crece por días el edificio más alto de Cuba, que casi se termina frente a la emblemática heladería Coppelia.
Es, simplemente, otro cuadro de la realidad cubana de hoy.
¿Dos ciudades? No: dos intenciones distintas. Hay otra Habana que al parecer muy pocos todavía están interesados en hacer llegar a la publicidad. Es, dicen algunos, una Habana que no vende. Es, dicen muchos otros, una Habana que no se quiere, o no conviene “vender”.
La capital cubana no reniega de su historia, de su potaje de razas, ni de sus sábanas blancas en los balcones, y sufre cada día por las heridas del tiempo y los olvidos. Pero La Habana se niega a perecer de tristeza o desidia, de exceso de baches y basura sin recoger en sus calles de barrio; y se lanza poco a poco a recuperar su esplendor, repara avenidas, hospitales, escuelas, parques y círculos infantiles.
Y la mañana habanera, como la de toda Cuba, este próximo primero de septiembre se inundará de niños negros, rubios, trigueños, mulatos, aindiados o de rasgos asiáticos… tan iguales en su mismo uniforme rojo y blanco.
Van felices y despreocupados a las escuelas. Todos los niños de Cuba van a las escuelas, porque todas las escuelas de Cuba son gratis. Todos los niños de Cuba van sanos a las escuelas, porque todos los hospitales en Cuba son gratis para todos los cubanos. Todos, quiere decir todos.
La Habana, cosmopolita y criolla, deja escuchar cada noche en la Fortaleza de La Cabaña, y se escucha por toda la ciudad, el tradicional cañonazo de las nueve, en ceremonia abarrotada por visitantes del mundo y del país entero que vacacionan aquí. A esa misma hora se abren las discotecas y lugares de baile, del mismo modo que cada fin de semana se llenan los teatros, los cines, los estadios durante la serie de pelota, y las salas de concierto.
Pero La Habana es mucho más que escuelas, deporte y hospitales gratis; mucho más que una de las ciudades de menor criminalidad en el mundo. Es una gran villa a la orilla del mar, que respira más y mejor oxígeno que muchas otras capitales del continente.
La Habana, después de todo, sigue siendo ese misterio por descubrir. Aquí deambulan felices los fantasmas noctámbulos de Hemingway y de Benny Moré. Entre los cuadros enredados de Fabelo, y los acordes irrepetibles de Silvio Rodríguez, una niña canta en lo alto de una plaza. Aquí se hace el sexo al mediodía, como mismo el sueño se hace a mano y sin permiso, pero con amor… ¡pero con AMOOOOOR…!
Hagamos entonces las nuevas fotos, los nuevos álbumes de esta otra Habana que se resiste al tiempo y a los olvidos. La Habana que regala alegría y felicidad, la que abre su corazón y extiende su mano franca al amigo sincero.
Excelente artículo..esa es la Habana que me llama cual novia a visitarla…o quedarme en ella.