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Por: Mariley García Quintana
Cuando el 1 de junio muchos países celebraron el Día Internacional de la Infancia y este tercer domingo de julio otros tantos llenamos de color calles y plazas en el Día Mundial de los Niños, los pequeños palestinos poco o nada tienen para conmemorar, solo esa bendita inocencia que les permite continuar mirando el mundo como algo bueno, a pesar de la terrible realidad que les ha tocado, simplemente por ser parte de su pueblo.
Desde el pasado 7 de octubre, la Franja de Gaza vive la mayor escalada de violencia jamás vista por esa nación, desde el recrudecimiento del conflicto palestino-israelí a inicios del siglo pasado, en una guerra que ha puesto en práctica por parte de sucesivos gobiernos sionistas, de todo tipo de maniobras y estrategias con un único fin: expulsar a los palestinos de su tierra y desaparecer a su pueblo, bajo el precepto bíblico de la famosa “tierra prometida” a los judíos, bandera esgrimida por Tel Aviv para cometer los mayores crímenes que ha visto la humanidad, amén de su verdad religiosa o no.
En medio de ese contexto de más de 290 días de enfrentamientos, la Franja de Gaza se ha convertido en una prisión al aire libre, un campo de concentración donde la mayor guerra de exterminio se ejecuta contra mujeres y niños, únicos capaces de perpetuar su raza, una raza que nació marcada por crecer en una tierra milenaria, en una zona geográfica tan estratégica desde tiempos inmemoriales, que ha desatado por siglos la avaricia de aquellos que cuentan en dinero y no en vidas humanas las consecuencias de las acciones bélicas.
Así, hasta la fecha, los números son horribles, solo superados por los crímenes del Nazismo durante la Segunda Guerra Mundial. De los 39 mil muertos y 89 mil 818 heridos que arroja la masacre,15 mil 438 decesos corresponden a niños, unos 17 mil viven solos o deambulan separados de algún familiar sobreviviente y otros 4 mil se cuentan como desaparecidos bajo los escombros de ciudades totalmente destruidas como la propia Gaza o Khan Yunis, por solo mencionar algunas.
A ello se le suma que más de 3 mil 500 infantes sufren la otra guerra perpetuada contra su tierra: la de matarlos de hambre, para también así exterminarlos para siempre.
Por otro lado según la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios, 143 niños han sido asesinados y otros 440 fueron heridos en Cisjordania, zona que “supuestamente” no forma parte geográfica de los actuales enfrentamientos.
Considerada una de las primeras regiones pobladas del mundo desde el Paleolítico, por su privilegiada ubicación entre las aguas del Mediterráneo Oriental y el fértil Valle del río Jordán, vio nacer ciudades importantes que surgieron de las primeras comunidades agrícolas, entre ellas Jerusalén, Gaza y Jericó, donde comenzaron a habitar los palestinos, uno de los pueblos semitas del Levante, según la Biblia, descendientes de Noé.
Desarrollados luego bajo la influencia de otras civilizaciones cercanas como Egipto, Mesopotamia o Siria, invadidos después por hebreos, fenicios o cananeos (todos pueblos semitas), las Cruzadas cristianas occidentales o, más cercano en el tiempo, como parte del Imperio Británico, lo cierto es que Palestina ha estado siempre lejos de encontrar una paz definitiva.
El origen territorial común en Jerusalén de las tres grandes religiones monoteístas de la humanidad convierte a Palestina en un foco importante lleno de conflictos religiosos: para los cristianos es la cuna del Cristianismo, para los musulmanes es el lugar donde Mahoma ascendió a los cielos y para los judíos constituye la ya mencionada tierra prometida.
Cruce terrestre entre África y Asia y ruta comercial imprescindible también por mar desde las aguas levantinas mediterráneas en el Oriente Próximo que comunican al mundo árabe hasta el Magreb o Poniente (su parte más occidental), que incluye a Marruecos, Argelia, entre otros países, con el Viejo Continente, lo cierto es que Palestina, desgraciadamente, continuará siendo la manzana de la discordia de rancias potencias imperiales muy poco dispuestas a renunciar a su dominio estratégico de una zona, además, dueña de amplios recursos naturales.
¿Y cuál es entonces la única vía de exterminar a un pueblo milenario que simplemente pide existir como nación en la tierra donde les toca vivir? Sencillo y aterrador, un cálculo matemático frío que se mide en influencia y poder: arrancar de raíz el “mal”, desaparecerlos, y eso solo se consigue si se mata a los niños, que es lo mismo que matar el futuro.