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Haydée y su sobrevida en el Moncada

Por: César Gómez Chacón

“La muerte segando a los muchachos que tanto amábamos. La muerte manchando de sangre las paredes y la hierba. La muerte gobernándolo todo, ganándolo todo. La muerte imponiéndosenos como una necesidad y el miedo a vivir después de tantos muertos; y el miedo a morir sin que hayan muerto los que deben morir; y el miedo a morir cuando todavía la vida puede ganarle a la muerte una última batalla.” (Haydée Santamaría Cuadrado, periódico Revolución, 26 de julio de 1962)

A setenta y un años de los asaltos a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, el 26 de julio de 1953, los testimonios de los sobrevivientes de aquella acción aún sobrecogen. Ninguno como este de Haydée Santamaría Cuadrado.

Ella, su hermano Abel y su novio Boris Luis Santa Coloma estuvieron en el centro de los preparativos de aquellas acciones. Haydée, a riesgo de su vida, acometió múltiples tareas organizativas desde su apartamento en 25 y O en el Vedado capitalino. Fue la encargada del traslado de parte del armamento a Santiago de Cuba.

Con todo derecho, la joven exigió su participación en las acciones combativas del 26/7. Y fue escogida para integrar el grupo que debía ocupar el hospital Saturnino Lora.

Haydée sufrió cárcel y vejaciones. Convirtió su dolor en eufórica pasión cuando cumplió la tarea de publicar el alegato de Fidel en el juicio del Moncada, conocido como “La historia me absolverá”.

Desde Santiago ayudó en los preparativos para la llegada del yate Granma el 2 de diciembre de 1957. Luego integró la guerrilla en la Sierra Maestra. En 1958 fue enviada a Estados Unidos con la tarea de recaudar fondos para la lucha armada y organizar la emigración cubana en apoyo al movimiento 26 de julio. Allí estaba cuando triunfó la Revolución.

En lo adelante cumplió múltiples tareas y responsabilidades en la nueva Cuba, siempre cercana al Comandante en Jefe Fidel Castro. La última de ellas, como directora de la Casa de las Américas, donde aún se respira su impronta.

 

He aquí fragmentos de su testimonio:

Todas las veces que veo a Fidel, que hablo con él, que lo escucho en la televisión pienso en los demás muchachos, en todos los que han muerto y en los que están vivos y pienso en Fidel, en el Fidel que conocimos y que actualmente es el mismo. Pienso en la Revolución que es la misma que nos llevó al Moncada.

Estábamos en la casa de Siboney, Melba [Hernández], Abel [Santamaría], Renato [Guitart], Elpidio [Sosa] y yo. A Renato se le ocurrió hacer un “chilindrón de pollo”. Me reí cuando me lo dijo y empecé a argumentarle que no era un “chilindrón” sino un “fricasé”. “Así le dicen en Vuelta Abajo”, insistía Renato

(…)

Recuerdo a Melba tratando de protegerme, yo tratando de protegerla a ella y unos a los otros tratando de protegernos. Cualquier cosa se hace, cualquier cosa, cuando otras vidas están en nuestras manos. Cualquier cosa bajo las balas, bajo las ráfagas de ametralladoras, entre los gritos de dolor de los que caían heridos, entre las últimas quejas de los que morían. Cualquier cosa es poco y mucho, y nadie sabe cómo un hecho de esta naturaleza va a desarrollarse. Nadie sabe lo que va a hacerse en los minutos que siguen.

Hay cosas que sí se saben, como todo lo que se ama. Fui al Moncada con las personas que más amaba. Allí estaban Abel y Boris [Luis Santa Coloma] y estaba Melba y estaba Fidel y Renato y Elpidio y el poeta Raúl [Gómez García], Mario [Muñoz] y [Fernando] Chenard y los demás muchachos, y estaba Cuba, y en juego la dignidad de nuestro pueblo ofendida y la libertad ultrajada, y la Revolución que le devolvería al pueblo su destino.

Los muchachos llegaban con hambre. La medianoche nos encontró conversando, riéndonos, se hacían y decían bromas a todos. Servíamos café y un poco de lo poco que había quedado de la comida; de la comida que Abel no comió. Volvíamos a los cuentos, a la anécdota de mi llegada a Santiago con dos maletas llenas de armas, de tal modo pesadas, que un soldado que la movió al pasar junto a mí en el coche del tren me preguntó si llevaba dinamita. “Libros”, le dije. “Acabo de graduarme y voy a ejercer en Santiago. Aprovecharé el carnaval para divertirme un poco después de los estudios. Usted sería un buen compañero para divertirme en el carnaval”.

(…)

Después llegó Fidel y, unos solos y otros en grupo, llegaron todos.

Después salimos.

Luego estábamos en la máquina Melba, Gómez García, Mario Muñoz y yo. Después y durante todo el viaje al Moncada pensaba en casa, pensaba en la mañana que vendría: ¿qué pasaría? ¿Qué dirían en casa? ¿Cómo sería el día que comenzaba?

Después llegamos.

Después fueron los primeros segundos y los primeros minutos y luego fueron las horas. Las peores, más sangrientas, más crueles, más violentas horas de nuestras vidas. Fueron las horas en que todo puede ser heroico y valiente y sagrado. La vida y la muerte pueden ser nobles y hermosas, y hay que defender la vida o entregarla absolutamente

(…)

Hay esos momentos en que nada asusta, ni la sangre, ni las ráfagas de ametralladoras, ni el humo, ni la peste a carne quemada, a carne rota y sucia, ni el olor a sangre caliente, ni el olor a sangre coagulada, ni la sangre en las manos, ni la carne en pedazos deshaciéndose en las manos, ni el quejido del que va a morir. Ni el silencio aterrador que hay en los ojos de los que han muerto. Ni las bocas semiabiertas donde parece que hay una palabra que de ser dicha nos va a helar el alma.

Hay ese momento en el que todo puede ser hermoso y heroico. Ese momento en que la vida por lo mucho que importa y por lo muy importante que es, reta y vence a la muerte. Y una siente cómo las manos se agarran a un cuerpo herido, que no es el cuerpo que amamos, que puede ser el cuerpo de uno de los que veníamos a combatir, pero es un cuerpo que se desangra, y una lo levanta y lo arrastra entre las balas y entre los gritos y entre el humo y la sangre. Y en ese momento una puede arriesgarlo todo por conservar lo que de verdad importa, que es la pasión que nos trajo al Moncada, y que tiene sus nombres, que tiene su mirada, que tiene sus manos acogedoras y fuertes, que tiene su verdad en las palabras y que puede llamarse Abel, Renato, Boris, Mario o tener cualquier otro nombre, pero siempre en ese momento y en los que van a seguir puede llamarse Cuba.

 

Y hay ese otro momento en que ni la tortura, ni la humillación, ni la amenaza pueden contra esa pasión que nos trajo al Moncada.

El hombre se nos acercó. Sentimos una nueva ráfaga de ametralladoras. Corrí a la ventana. Melba corrió detrás de mí. Sentí las manos de Melba sobre mis hombros. Vi al hombre que se me acercaba y oí una voz que decía “han matado a tu hermano”. Sentí las manos de Melba. Sentí de nuevo el ruido del plomo acribillando mi memoria. Sentí que decía sin reconocer mi propia voz: “¿Ha sido Abel?”. Miré al hombre que bajó los ojos. “¿Es Abel?”. El hombre no respondió. Melba se me acercó. Toda Melba eran aquellas manos que me acompañaban. “¿Qué hora es?”, y Melba respondió: “Son las nueve”.

Estos son los hechos que están fijos en mi memoria. No recuerdo ninguna otra cosa con exactitud, pero desde aquel momento ya no pensé en nadie más, entonces pensaba en Fidel. Pensábamos en Fidel. En Fidel que no podía morir. En Fidel que tenía que estar vivo para hacer la Revolución. En la vida de Fidel que era la vida de todos nosotros. Si Fidel estaba vivo, Abel y Boris y Renato y los demás no habían muerto, estarían vivos en Fidel que iba a hacer la Revolución Cubana y que iba a devolverle al pueblo de Cuba su destino.

Lo demás era una nebulosa de sangre y humo, lo demás estaba ganado por la muerte. Fidel ganaría la última batalla, ganaría la Revolución”.

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