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Encuentro cercano

Por César Gómez Chacón

Los vi por primera vez en la penumbra de la noche. Fue durante esos días cuando comencé a salir a mi terraza para llenar de aplausos a los valientes de la COVID-19. La calle que nos separa es ancha, luego están las aceras y los respectivos jardines… Calculo unos treinta metros de distancia. Entonces ellos eran apenas unas sombras que aplaudían desde el portal de la casa de enfrente.

Hace dos años me mudé a esta zona de La Habana, y mis horarios de trabajo me mantenían la mayor parte del tiempo fuera del vecindario. Así que, prácticamente, no he tenido oportunidad hacer grandes relaciones en el nuevo barrio. Un dato interesante: desde mi terraza, a la altura de un primer piso, sólo puede verse esa linda vivienda biplanta, que por lo general permanece cerrada.

El “quédate en casa” por la COVID-19 también comenzó a cambiarme la vida, pero igual seguí de ermitaño en mi hogar, donde todo, o casi todo, se hace puertas adentro. De modo que aquellos vecinos, que cada noche a las nueve me acompañaban en los aplausos desde la penumbra de su portal, seguían siendo unos desconocidos. Pero no por mucho tiempo…

Con el paso de los días comencé a responder tímidamente los “¡Vivan los médicos!”, “¡Viva Cuba!” y otros vítores que el hombre gritaba con fuerzas. Hasta que una noche, como en un relámpago, me pareció que él, antes de entrar, había levantado su mano. Fue apenas una impresión, pero me sentí culpable por mi despiste. Si de veras aquello había sido un intento de comunicación más próxima, yo me ganaba ahí mismo el diploma a la descortesía suprema.

Al día siguiente salí a la terraza unos segundos más temprano, pero ellos ya estaban en su lugar. Me mantuve bien atento… Aquellos aplausos me parecían interminables… Finalmente, al finalizar las palmadas, vi como el hombre levantaba el brazo con la mano abierta… Muy alegre, como un resorte, me apuré en devolverles el gesto.

En lo adelante, yo respondía con más fuerzas a sus vítores y comencé a lanzar los míos, que él también replicaba. Al final de cada “encuentro”, compartíamos el consabido saludo a distancia, al que también se incorporó la mujer.

La noche del 30 de abril dimos vivas al Primero de Mayo. Esa madrugada puse mi bandera cubana en la ventana. Al amanecer, vi la suya colgada en el piso de arriba y en el de abajo un letrero que no distinguía. En la mañana del Día Internacional de los Trabajadores, después del homenaje que trasmitió la televisión, decidí ponerme el nasobuco, cruzar la calle y tocar su timbre.

Salió él al jardín, también con el rostro cubierto. Percibí que éramos casi contemporáneos. Me invitó a pasar a la sala y me presentó a su esposa. Nos saludamos con el debido distanciamiento. Enseguida me sentí como en familia.

Sin quitarnos las máscaras, los tres hablamos un poco de todo. Supe que eran profesores universitarios y, como yo, tenían largos horarios de trabajo, pero ahora también estaban “quietos en base”. Intercambiamos nuestros teléfonos. No quise abusar de su confianza. Al despedirnos en el portal, los vecinos me mostraron orgullosos el letrero que habían hecho a mano por el Primero de Mayo. Les pedí hacerle una foto a mi casa desde allí, porque nunca la había visto desde esa distancia, y porque lucía particularmente bella, engalanada con la bandera de la estrella solitaria.También accedieron gustosos a posar unos segundos para mi, a la luz del sol, desde el mismo lugar donde casi no los diviso de noche.

Ya han pasado los días. El ritual nocturno se mantiene intacto: nuestros aplausos y vivas, y el acostumbrado saludo en la penumbra. Yo no he querido molestarlos más. Omito sus nombres, como tampoco se verán sus rostros en las fotos que les hice una noche desde mi palco, y las de aquel Primero de Mayo del encuentro cercano, porque es así como los veo hasta hoy, y por respeto a su privacidad.

Tampoco es lo más importante. Pasarán los días, venceremos al coronavirus en Cuba, y todo volverá a la normalidad. Entonces cruzaré nuevamente la calle, veré sus rostros de cerca por primera vez, y estrecharé con fuerzas las manos de mis queridos amigos de la casa de enfrente.

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