Por César Gómez Chacón
Antes de que el huracán Melissa tocara territorio cubano, la pregunta se repetía de un extremo a otro del país: ¿podrá Cuba evitar pérdidas humanas ante un ciclón de tanta fuerza?
Era una inquietud legítima. El meteoro se acercaba con vientos sostenidos de 195 km/h y ráfagas superiores a 210 km/h, un huracán categoría 3 en la escala Saffir-Simpson.
Un fenómeno como Melissa —decían los especialistas— puede cambiar el curso de un río o arrancar un tejado como si fuera una hoja seca. Pero lo que nunca debía cambiar era la prioridad: salvar vidas. Todo lo demás, por importante que pareciese quedaba en segundo plano.
Finalmente, su centro penetró por las inmediaciones de Chivirico, en el municipio de Guamá, Santiago de Cuba, a las 3:10 de la madrugada del 29 de octubre de 2025, acompañado por intensas lluvias, penetraciones del mar y crecidas repentinas de ríos.
La alerta temprana
Desde varios días antes, el Consejo de Defensa Nacional activó la fase informativa y luego la fase de alarma para las provincias orientales. El sistema de la Defensa Civil, con el apoyo de los gobiernos provinciales, municipales y locales, coordinó un plan minucioso: proteger primero a las personas.

Más de 735 000 personas fueron evacuadas o resguardadas. Mujeres embarazadas, niños, ancianos y personas con discapacidad tuvieron prioridad. Las autoridades sanitarias ingresaron a todas las embarazadas en riesgo en hospitales o centros especializados, mientras los gobiernos locales organizaron transporte y alimentación para los evacuados.
El Instituto de Meteorología y el Estado Mayor de la defensa Civil ofrecieron partes continuos y precisos; la televisión nacional y las emisoras territoriales, mantuvieron una programación informativa ininterrumpida; los radioaficionados por todo el país fueron de un apoyo incalculable; el gobierno ofreció números telefónicos para que el pueblo pudiera escuchar las noticas en tiempo real por los teléfonos móviles.
A la hora cero
Cuando Melissa tocó tierra, el país ya estaba preparado. En la oscuridad de esa madrugada, con el viento golpeando y las comunicaciones intermitentes, el sistema de defensa territorial demostró la eficacia tantas veces ensayada.
Las autoridades en cada lugar impactado, junto a las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y el Ministerio del Interior mantuvieron la vigilancia en las zonas más afectadas. Equipos de rescate se desplazaron hacia áreas inundadas y comunidades aisladas. En Río Cauto, Media Luna y Buey Arriba, helicópteros de las FAR evacuaron a familias completas, entre ellas mujeres embarazadas, ancianos, niños y otras personas vulnerables que quedaron atrapados por el desbordamiento de los ríos. Cerca de 3 000 personas fueron rescatadas en operaciones arriesgadas bajo lluvia intensa y ráfagas de viento. El peligro fue un acicate mayor.
Las autoridades provinciales informaban de manera constante al gobierno central, que mantuvo comunicación directa con los territorios. La logística del transporte, la energía eléctrica, los alimentos para los evacuados y la población, y la salud se coordinó minuto a minuto. Nadie actuó por separado: fue una red nacional de solidaridad y disciplina. La misma que funcionaría en tiempos de guerra.
La vida tras el ojo de Melissa
Al amanecer, los daños materiales eran evidentes: techos arrancados, postes caídos, caminos interrumpidos. Aún se cuantifican las inmensas pérdidas materiales. Sin embargo, el dato que todos esperaban llegó desde que el ojo de Melissa ya estaba lejos del territorio nacional: no se lamentaba la pérdida de una sola vida humana en Cuba.
Desgraciadamente, en otras islas del Caribe el paso de Melissa había dejado un saldo doloroso, que hoy ronda los cincuenta muertos y un número aún no cuantificado de desaparecidos.
Melissa volvió a confirmar lo que Cuba ha aprendido con cada huracán: la prevención salva. No se trata de suerte, sino de organización, de responsabilidad ciudadana, de confianza en un sistema que prioriza la vida humana por encima de cualquier otra cosa.
Las cifras impresionan —más de 735 000 evacuados, miles de rescatados, decenas de hospitales funcionando sin interrupciones—, pero detrás de esos números hay gestos concretos: un vecino que comparte su casa, un joven que conduce un camión con alimentos bajo la lluvia torrencial, un médico que no abandona su puesto durante una semana, un piloto que vuela casi a ciegas entre las montañas.

Miguel Díaz-Canel Bermúdez dirigió desde su puesto de mando en La Habana todos los procesos desde antes y durante el impacto de Melissa en Cuba. Tras el paso del huracán, sin quitarse el uniforme de campaña, se trasladó inmediatamente al territorio oriental. Desde allí dirigió personalmente las acciones de rescate y de recuperación inmediata.
En cada provincia, los Consejos de Defensa, apenas sin dormir durante más de 72 horas, indicaron de inmediato la etapa de evaluación y recuperación. Cuando el viento cesó y el sol volvió a asomarse, el país respiró con alivio.
Las casas se repararán, los cultivos se repondrán, los postes se levantarán otra vez. Pero lo más valioso se mantuvo intacto: la vida de cada cubano.
Un inmenso movimiento por todo el país, junto a la ayuda internacional, ya hacen legar a los pobladores de las zonas afectadas, en especial a esos que lo perdieron todo, la ayuda necesaria, desde un par de zapatos, hasta un juguete que un niño de otra ciudad envió a sus amigos del oriente cubano.
“Estamos vivos” dicen una y otra vez a la prensa aquellos agradecidos que vivieron en carne propia la pesadilla de aquella noche de huracán y las horas posteriores cuando las aguas desbordadas los obligaron a subir a los techos y a los árboles.
Fue la victoria más grande. Una victoria sin estridencias, pero escrita con la fuerza de un pueblo que sabe unirse cuando también la naturaleza pone a prueba su temple.
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