Por: César Gómez Chacón
Hay momentos imprescindibles para la memoria popular, como los sucesos acaecidos en Santiago de Cuba, en la mañana del 26 de julio de 1953, que merecen volver a ser contados desde el principio, incluso desde lo elemental y lo curioso, desde lo contradictorio y lo romántico, como en un libro de historietas, o como un cuaderno de amor para los jóvenes, porque ellos debieran ser los principales destinatarios. Porque así fueron los hechos. Y así sus protagonistas.
Todo comenzó… con la llegada fortuita de Cristóbal Colón y sus “amigos” españoles a Cuba, el 28 de octubre de 1492, cuando llamaron Juana a esta isla cubana, e indios a sus aborígenes que luego exterminaron… O no… Fue en 1898 cuando los norteamericanos frustraron desde sus cañoneras la victoria de los mambises contra el Ejército colonial español, luego de 30 años de machete, sangre y pérdidas irreparables… O… Sucedió mucho después, luego de 50 años de república mediatizada, aquella donde los embajadores yanquis, como Césares romanos, decidían los destinos de Cuba: democracia made in USA, o golpes de estado para restaurar… eso mismo.
¿Una fecha más exacta? Pongamos el 10 de marzo de 1952 cuando el señor Fulgencio Batista y Zaldívar, el sargento devenido general, el llamado “hombre fuerte” de la república de las empresas y los latifundios yanquis, arrebató una vez más la victoria y el anhelo popular en lo que parecían unas elecciones casi democráticas.
Fue al día siguiente al golpe de estado de Batista cuando el joven abogado, dirigente universitario y de la juventud ortodoxa, Fidel Castro Ruz redacta y hace público un documento donde le dice al dictador: “No llame Revolución a ese ultraje, a ese golpe perturbador e inoportuno, a esa puñalada trapera que acaba de clavar en la espalda de la República”.
Fidel presenta pocos días después su denuncia oficial al Tribunal de Urgencia de La Habana. El joven abogado saca bien las cuentas de todos los artículos de la Constitución de 1940 que han sido violados con el golpe militar, y como resultado exige que al tirano le den cien años de cárcel. Pero Batista es nuevamente el tipo fuerte de los yanquis en Cuba.
Como caballo encabritado recorre el abogado de 26 años las calles de La Habana. Trata de encontrar y unir a todo aquel que quiera incorporarse a la lucha contra el tirano, en primer lugar a sus compañeros de la FEU y de la juventud ortodoxa, a dirigentes sindicales honestos y a viejos políticos no comprometidos con la dictadura. Desafía la policía del régimen, participa en reuniones, mítines y otras actividades revolucionarias. El 1ro de mayo de 1952 conoce a finalmente a Abel Santamaría Cuadrado, durante un acto en el cementerio de Colón.
Es en el hogar de este último, el apartamento de 25 y O en el Vedado habanero, donde Fidel encuentra lo que andaba buscando. En respuesta al golpe de estado, allí se reúne desde entonces un grupo de jóvenes ortodoxos, dirigidos por Abel, y donde están, entre otros, su hermana Haydée, Jesús Montané Oropesa, Melba Hernández Rodríguez del Rey, Elda Pérez Mujica y el poeta y periodista Raúl Gómez García.
Este último dirige, con el apoyo y la aprobación de todos, “Son los mismos”, un periódico clandestino creado por él, una publicación llena de denuncias y verdades prohibidas por la férrea censura. Cada nuevo número del boletín incomoda más al tirano y moviliza las conciencias revolucionarias.
Fidel advierte rápidamente la valía de Abel y sus compañeros de 25 y O, y se incorpora al grupo. Martianos desde sus raíces, y fervientes seguidores de las ideas del Partido Ortodoxo y su desaparecido líder Eduardo Chibás, es este el denominador común que une a los jóvenes antibatistianos desde el mismo principio.
Cuántas charlas, cuántos intercambios de ideas en aquellas tertulias de madrugada, cuando la redacción clandestina prepara y decide los editoriales y artículos del próximo número de Son los mismos. Qué personalidad la de Fidel Castro para ser reconocido enseguida como el líder indiscutible del grupo, y convencer a Gómez García y a sus compañeros de cambiar el nombre del periódico por uno más combativo “El Acusador”, y un bajante que define su pertenencia al «Movimiento de Resistencia y Liberación Nacional. LIBERTAD O MUERTE».
La dictadura busca sin descanso la célula madre de la publicación que circula de mano en mano. El tirano y sus secuaces escudriñan también allí –y con razón- el germen de la Revolución. Por eso los jóvenes trasladan una y otra vez de lugar el mimeógrafo donde se imprimen los periódicos. Montané y Gómez García caen presos durante un registro en la casa del segundo. Los esbirros no logran encontrar un solo ejemplar del boletín. Fidel Castro es uno de los abogados que luchan por su libertad. Finalmente, ambos son liberados, pero El Acusador deja de existir.
La opción de combatir
Es en este núcleo primigenio encabezado por Fidel donde se comienza a gestar el movimiento revolucionario que después se reconocerá como la Generación del Centenario. Ya no tienen dudas: a la dictadura hay que tumbarla con las armas en la mano.
Para los jóvenes que se reúnen en 25 y O es el comienzo de una nueva etapa. De redacción periodística el apartamento se convierten en cuartel general. Fidel Castro y a veces Abel se mueve por el país. La decisión de asaltar el cuartel Moncada en Santiago de Cuba, la segunda fortaleza militar cubana, es conocida por un mínimo de personas. El movimiento requiere de una disciplina enorme. Cualquier error o información en manos del enemigo puede conducir a prisión, a la tortura, a la muerte y al fracaso de los planes revolucionarios.
Así transcurren los primeros meses de 1953. Solidificar una organización única donde la lealtad a la causa y el secreto militar lo son todo, requiere esfuerzos y valentía enormes. En las mismas narices de la dictadura se recoge dinero, se compran armas, uniformes, se realizan las prácticas de tiro en varios lugares de La Habana y fuera de la capital. Son muchos los ejemplos del sacrificio de estos jóvenes, algunos que empeñaron o vendieron sus mínimas propiedades y entregaron hasta el último centavo al movimiento. Y todo en absoluto silencio de las voces y las almas.
Qué magia tan grande y qué labor incansable la de Fidel para movilizar por toda Cuba un ejército de más de mil efectivos, la mayoría de las provincias occidentales. Solo el grupo más selecto, unos 135 combatientes, entre ellos Melba y Haydée han de atravesar el país con armas y sin ser detectados por los miles de guardias de la dictadura. A partir del 24 de julio viajan hacia el oriente cubano en ómnibus, en tren, y en una quincena de autos. No hay despedidas familiares, ni llantos solo un “hasta luego, hasta el lunes a más tardar.”
Todos saben que se aproxima el momento del combate, pero desconocen el día y el lugar exacto. Muchos creen que van a ajusticiar a Batista que está en las regatas de Varadero. Nadie comenta cuando los choferes de los autos siguen rumbo a Cárdenas y de ahí por la carretera central hasta Santiago. Cualquier reclamo puede ser tomado como un acto de cobardía, una indisciplina. Y ese sería el final del viaje hacia la gloria.
El combate contra los molinos
Asaltar con poco más de cien hombres, la mayoría con escopetas y fusiles de caza, el Cuartel Moncada, una fortaleza militar amurallada con cerca de mil soldados bien armados parecería una locura. Pero era bueno el plan concebido por Fidel y el mínimo grupo de dirección: atacar el domingo de madrugada, en una ciudad en carnavales, con la seguridad de que la mayoría de los guardias estarían durmiendo la borrachera. La sorpresa era la mayor garantía del éxito. Ir disfrazados con los uniformes de los guardias del régimen garantizaría el desconcierto del enemigo en los primeros momentos.
Dos puntos apoyarían el ataque principal por la posta tres: desde el hospital civil Saturnino Lora, cuyas ventanas dan a un costado del cuartel por donde deberían tratar de escapar los guardias despavoridos; y desde los altos del edificio de la Audiencia, desde donde sería blanco fácil el polígono frente al cuartel y la propia posta 3.
El objetivo: rendir y tomar el cuartel, movilizar y armar a la ciudad siempre rebelde de Santiago de Cuba, y salir desde ella hacia las montañas cercanas de la Sierra Maestra, donde se iniciaría la lucha definitiva contra la tiranía. La toma al unísono del cuartel Carlos Manuel de Céspedes en Bayamo, por una veintena de hombres, pretendía desviar hacia allí la atención del adversario, para impedir el envío de refuerzos hacia Santiago.
La Granjita de Siboney, a unos pocos kilómetros de la capital oriental, es el punto de reunión de la tropa que atacará el Moncada. Apenas hay espacio para tantos compañeros. Es la primera vez que muchos de aquellos jóvenes se ven las caras, otros se sorprenden al reconocerse como parte de aquella peligrosa aventura.
A todos asombra la presencia de las dos mujeres. Haydée y Melba dan las últimas puntadas a los uniformes que los muchachos se van poniendo, algunos encima de la ropa que traen desde sus casas. Se reparte café, las armas. Es como una fiesta llena de tensiones y sorpresas. Es allí donde Fidel explica finalmente con lujo de detalles el objetivo concreto de la misión. La impaciencia no puede describirse. Un pequeño grupo se siente engañado y se niega a participar. El jefe de la acción les pide apartarse a una habitación contigua y regresar a La Habana cuando salga el último carro hacia el Moncada.
A las cinco de la mañana arrancan los motores de los 16 autos y se inicia el avance por la sinuosa carretera hasta Santiago. Comienzan entonces los tropiezos inesperados. El carro de aquellos que debían viajar hacia La Habana no sale el último como había ordenado Fidel, y –al desviarse hacia la capital- es seguido por los vehículos que vienen detrás, incluidos aquellos donde viajaban las mejores armas que nunca llegarán al combate.
Son cerca de las cinco y veinte, aún de noche, cuando el primer auto se detiene junto a la posta tres del cuartel y alguien grita: “Abran paso que viene el general”. En ese mismo instante en dirección al lugar viene a pie una patrulla de dos guardias, un refuerzo por los carnavales que nadie pudo prever. Es esta coincidencia la que lleva al fracaso el factor sorpresa.
Fidel salta de su carro, que es el segundo en la fila frente al cuartel, intenta detener a los guardias que ya avanzan sobre la posta. Los compañeros de los autos que le siguen hacen lo mismo y en la oscuridad comienzan a disparar. Desconocedores del cuartel, los jóvenes revolucionarios atacan en su lugar las instalaciones del hospital militar, que suponen las barracas de los guardias dormidos. Fidel trata de detenerlos, para que avancen con su fuego hacia la fortaleza, pero ya es tarde. Alguien acciona las alarmas del cuartel y los disparos de los guardias, que despiertan sobresaltados, se incrementan por minutos.
Un solo carro penetra en las instalaciones castrenses, el resto de los muchachos combate fuera. La confusión, el ulular de las alarmas y el fuego creciente de las ametralladoras del Moncada indican que será imposible tomarlo. Fidel da la orden de retirada. Milagrosamente, aquellos carros atravesados en la calle, algunos averiados y con las gomas ponchadas por el fuego enemigo, logran echar a andar. En uno de ellos reconocen a Fidel, pistola en mano, en medio de la balacera; el chofer retrocede, y convencen al líder a escapar de aquel infierno. Cerca de las seis de la mañana ya no se escuchan disparos a las puertas del cuartel.
El sueño queda trunco. La pesadilla de la reacción asesina de Batista y sus secuaces está por comenzar. Tortura, asesinatos, cárcel; y la tristeza y la frustración que embargan por mucho tiempo a los sobrevivientes.
Pero la historia apenas comienza este 26 de julio de 1953. Cinco años, cinco meses y cinco días después, el primero de enero de 1959, por las puertas del Cuartel santiaguero entrará caminando uno de aquellos asaltantes de la “mañana de la Santa Ana”. Raúl Castro Ruz, comandante victorioso del Ejército Rebelde, informará a su mismo jefe de entonces, a su hermano Fidel, que el Moncada ha sido finalmente tomado.