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Crónica desde la arena: en fin… el mar

Por: César Gómez Chacón.

Tiempos difíciles, duros. Apagones, colas, inflación, el transporte que no aparece, o llega demasiado tarde, y tantas otras piedras en el camino cotidiano. Pero los cubanos seguimos demostrando que no hay bloqueo yanqui, ni obstáculos internos que nos roben la alegría de vivir.

El fin de semana pasado fue tan claro como el sol en Santa María del Mar, una de las playas más queridas, a 20 kilómetros al este de La Habana. Miles de personas llegaron bien temprano desde todas direcciones. Padres, abuelos, hijos y nietos cargados de sombrillas, música, termos y esperanzas de pasar un día feliz, en familia, con amigos.

Algunos se mueven en el mínimo transporte público, para la mayoría aparecen las guaguas y camiones alquilados. Se llega también en bicicletas, en motos eléctricas, en almendrones… El objetivo es uno: el mar, ancho libre y cristalino. Porque allí, frente a la brisa y el vaivén de las olas, muchas cosas parecen olvidarse: el cansancio de la semana, el calor por falta de corriente, la escasez de productos, o el noticiero que raras veces trae una buena nueva, tanto en Cuba como en este mundo de guerras y catástrofes de todo tipo.

En la playa se vive el presente: los niños chapoteando en el agua, los jóvenes tras la pelota de fútbol con dos improvisadas porterías de piedra, la abuela que se refresca los pies en la orilla, los amigos que comparten un arroz frito, unas cervezas congeladas en los termos, ron “peleón” o unos tamales que alguien preparó para comer, o para vender.

Arena fértil de los emprendedores y sus iniciativas. A puro corazón y mente ágil, cada uno, con su ingenio y su trabajo, aporta a ese ambiente de pequeña feria popular donde todos encuentran algo para disfrutar. Uno tras otro pasan a pie, mochilas a la espalda y jabas inmensas en las manos. Venden lo mismo croquetas, que chucherías dulces y galletas saladas, papalotes, piña colada, sombreros y gafas para el sol… Se hacen fotos de familia al instante.

Músicos para cualquier gusto, trovadores, conjuntos típicos, mariachis con sombreros, trompetas y enormes contrabajos que desandan kilómetros de playa. Santa María es también un inmenso centro cultural de varios kilómetros. La música viene a granel, todo mezclado, el reguetón, el reparto y un Silvio y Pablo que emulan en volumen con Luis Miguel. Con un par de bocinas y una caja vacía a modo de tumbadora se arma la fiesta. Y cómo se baila levantando con los pies la fina arena playera.

Y es que el cubano, por naturaleza, se reinventa cada día, en su casa, en su cuadra, en su puesto de trabajo… Y también y sobre todo en la playa. Con un dominó o un juego de barajas, una mesita y cuatro sillas plegables, se improvisan torneos bajo la sombra de centenares de carpas, sombrillas y tumbonas, que vienen con los bañistas o se alquilan allí mismo a precios que pueden pagarse entre todos para un “finde” feliz. Con ganas, con risa y con gente buena, se construye un sábado o un domingo que valen la pena recordar.

Por eso Santa María, como tantas otras playas cubanas, se convierte los fines de semana en un espacio de escape y de vida. Un oasis donde las carencias no desaparecen, pero se enfrentan con resiliencia, con alegría, y con la convicción de que todo puede mejorarse. Rendirse sigue sin ser una opción.

El bloqueo sigue ahí, apretando cada vez más. Las dificultades no son inventadas ni maquilladas. Pero también sigue viva la voluntad de vivir, de reír, de disfrutar del sol, las aguas cristalinas y la arena blanca de este Caribe único.

Las playas cubanas son entonces –todas– una gran familia en total tranquilidad y seguridad. El lugar ideal para cargar las pilas. Para regresar mañana o pasado y enfrentar con ánimos mayores las luchas cotidianas, el trabajo y los estudios.

 

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